Alguna vez mi trabajo ocasional fue traspasar mp3 a cassette. Aún conservo todos esos cassettes y no he ocupado ninguno de ellos en grabar otra cosa. Recordé que para una misión de invierno por la universidad me había hecho una compilación de new-age pensada especialmente para el viaje en bus. Y cuando me refiero a los viajes en bus de ida y de regreso, hablo de los únicos viajes en bus que hacía en todo el año. Y comencé a buscarlo. Si no estaba entre los pocos que hay en el estante, estaba de seguro en la vieja y querida caja de cassettes, en donde nunca permití que nadie se metiera. Con un sticker pegado por dentro de las misiones del invierno del 2003, fue fácil encontrarlo. Es increíble cómo una selección que nunca fue pensada para ser mi banda sonora terminó siéndolo para todo ese invierno. Y para las misiones que le siguieron.
Un verano, hace dos años, comenzó otra misión. La nostalgia dio paso a la superación del trauma, a descubrir que luego del desastre y de años de no asumir mi eterno problema de socialización, entender finalmente que ese mundo no era para mí. Muchos estuvieron cerca, muy cerca, se alejaron y dejaron su lugar a otros. Hoy me doy cuenta que, lejos de haber sido olvidado, fui yo quien permitió paulatinamente que se fueran. Hoy comienzan a construir sus vidas adultas, felices, profesionales, lejos. No quiero volver a recurrir a ellos, y no es porque sean malas personas. Es sólo por la sensación de alivio que al fin se siente luego de dejar de ser la piedra en sus zapatos. Recuerde que a quienes tendemos a recurrir demasiado a los demás, la gente feliz y bacán nos ha hecho mala fama.
Al final, la misión era personal. No completamente, pero sí al final, cuando había que darle el remate. Personal. Igual que ese cassette y esa música que jamás permití que otros conocieran.
Tanto costaba entender eso.
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